Con el mal acechando, comenzaron a tomarse drásticos recaudos. Era inevitable recibir el golpe. En los predios donde había funcionado nuestro primer ingenio mecanizado, la propiedad de Baltasar Aguirre en La Florida, se dispuso la creación de un “lazareto” de enfermos. El periodista español Salvador Alfonso, se encargó de organizar, con un grupo de voluntarios, la Cruz Roja local.
A fines de noviembre, el diario El Orden repartía reclamos a diestra y siniestra. Para empezar, pedía a la Municipalidad que intensifique la limpieza y organice un servicio competente para levantar la basura. “Hay mucho lodo en las calles y fango que secar”. Acusaba también a los industriales, por la elaboración irresponsable de aguardientes, cuyos residuos “son arrojados a lugares donde se produce una fermentación que infesta una extensión considerable en la vecindad”. La situación de inquietud se apoderaba de todos. Los más temerosos abandonaban la ciudad. “Podemos decir que el enemigo está tocando las puertas de la Provincia. Pero de ninguna manera nos parece racional que esa alarma se reduzca a huir en direcciones que se crea que el cólera no alcance”. (El Orden, 24 de noviembre). Con este panorama, los gobernadores de Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca intentaron una medida desesperada: instalar un cordón sanitario en Recreo, donde todos los convoyes de tren procedentes del litoral, pudieran ser fumigados por completo, y pasar una cuarentena de diez días. Tanto los pasajeros como la mercadería que se transportaba estaban obligados a cumplir esta medida, que no llegó a ponerse en práctica. El ministro del Interior, Eduardo Wilde, advirtió a los gobernadores que de ninguna manera podía entorpecerse la circulación de los trenes.
Entonces ocurrió. Un telegrama advertía que un convoy llegaba con el bacilo. Procedente de Rosario, el Regimiento 5 de Caballería, que se movía con rumbo al Chaco salteño, traía unos pocos enfermos de cólera. Para prevenir males mayores, se lo hizo detener antes de entrar a la ciudad, en la Estación San Felipe. Fue el 28 de noviembre, al mediodía. Se bajaron los cuatro enfermos, y a las 17 se le ordenó seguir hasta Tapia, varios kilómetros al norte. Allí se detuvo nuevamente, hasta el otro día, para tomar rumbo a Metán.
Tres de los cuatro enfermos, murieron el 29. “Ahora, que Dios nos ampare a todos. El cólera está entre nosotros” alarmó el diario El Orden.
Con urgencia se mandaron a imprimir 31.000 ejemplares de instrucciones del Consejo de Higiene. El primero de diciembre, se conoció el primer caso local. Era José Salazar, un riojano afincado en Tapia, que había estado en la estación la noche del 28. A la media hora de ser atendido, murió. Poco después, se conocieron dos casos más en Tapia. En la capital, el día 3, apareció un muerto dentro de un vagón de carga en la Estación Central de Ferrocarriles. Ese mismo día, se diagnosticaba cólera en un peón salteño que había pasado por Tapia. Los médicos intentaron de todas maneras parar el contagio, desinfectando todos los espacios por los que habían circulado los enfermos, atendiendo todos los casos con mucha precaución y advirtiendo cuáles eran los síntomas de la enfermedad: diarreas, vómitos y calambres. “La fisonomía tomaba un aspecto característico, afilándose los rasgos del semblante y hundiéndose los ojos en las órbitas. El enflaquecimiento era muy pronunciado (…) la piel estaba fría, dando al tacto una sensación muy particular”, describía el médico Practicante Mayor Diego García.
El 10 de diciembre la epidemia se reprodujo, con dos muertes en la ciudad. Una en pleno centro. “Por las 5 de la tarde falleció del cólera la esposa del teniente de la policía Don Atenor Fernández que vive en la calle Bolivar al lado de la imprenta La Razón”.
A los días, el cólera se desarrolló “con furor” en un conventillo de la calle Montevideo (actual Entre Ríos). Aunque se lo desalojó por completo y se lo fumigó, los desplazados no fueron puestos en cuarentena, sino que buscaron alojamiento en distintos puntos de la ciudad, diseminándose como focos infecciosos. La cantidad de enfermos empezaba a exceder la capacidad de tratamiento y de cuidado necesarios.
Empezaba el “sálvese quien pueda”.